Desde el balcón de Lucía
Nunca la conocí, pero la siento caminar a mi lado cuando el mundo se pone rudo.
Le decían Mamá María.
Dicen que tenía un carácter fuerte, indomable. Que si se enojaba, lanzaba piedras —y no era metáfora. Mi madre, de niña, le huía. Pero yo hoy me acerco. No para juzgarla, sino para entender.
Tenía trece años cuando mi bisabuelo, un hombre mayor, la “tomó” como esposa.
En realidad, la raptó a caballo.
Y lo que fue una violación fue contado como historia de amor. Como algo digno de recordar con orgullo. Porque así era antes —dicen.
Pero yo, desde este siglo y esta piel, no puedo romantizar esa violencia. Solo puedo honrar la sobreviviente que se formó en medio de una historia que no eligió.
La vida no fue suave con ella.
Cargó penones más pesados que los que lanzaba. Crió, trabajó, sostuvo y aguantó. Nadie la cuidó. Nadie la escuchó. Y sin embargo, ahí estaba: firme, con los ojos de tormenta, lista para defenderse de un mundo que nunca le dio tregua.
Hoy la miro desde este balcón.
Hoy camino con ella.
La niña que fui, que también aprendió a defenderse, le toma la mano a esa anciana en su vestido rústico, con la piedra aún en alto.
Y le digo:
“Ya no tienes que lanzar más nada, Mamá María. Aquí estoy yo.
Tu rabia me enseñó a gritar.
Tu fuerza vive en mi sangre.
Tus piedras ahora son palabras.
Y juntas, sanamos.”
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