Columna VIII: La Cuna No Era Obstáculo

Desde el Balcón de Lucía

No recuerdo mi edad exacta, pero sí la sensación que me recorría el cuerpo:
una mezcla vibrante de frustración y curiosidad.

Estaba en mi cuna, pequeña, pensativa, mirando el mundo a través de los barrotes. Y de algún modo, lo supe:
“Tengo que salir de aquí.”

Mi mente de niña aún no conocía palabras como límite o paciencia.
Solo sentía una urgencia antigua, un llamado profundo a moverme, a no quedarme quieta donde otros habían decidido que debía permanecer.

Pateé los palitos de la cuna.
Uno se rompió.

Sentí miedo… y posibilidad.
Si uno cedía, ¿por qué no los demás?
Así lo hice: rompí lo suficiente para abrir un escape.
Luego, con una calma que aún me sorprende, coloqué los palitos sueltos de vuelta en su sitio.
No buscaba el escándalo. Buscaba la libertad.

Cuando mami me encontró fuera de la cuna, no entendía cómo me había bajado.
Parecía un misterio: uno de esos momentos en que la infancia rompe las reglas sin pedir permiso.

Pero al rato, descubrió la grieta.
Movió la cuna de lado, como diciendo: “Hasta aquí llegaste.”

¿Y qué pasó?
Rompí los palitos del otro lado.

Porque aquella cuna, como tantas otras que vendrían después,
nunca fue un obstáculo.

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