Desde el balcón de Lucía
Mi abuela Gloria fue la que más me duró.
La más alta.
La más grande.
La más dura.
Y la más amada.
Era bella como una actriz del Hollywood dorado.
De esas mujeres que entran en un cuarto y no necesitan permiso para brillar.
Más alta que Abuelo Pepe, que era marinero.
Más fuerte que todos los hombres juntos.
Yo no era su nieta favorita.
Y ella no lo disimulaba.
Me decía “pendejita” con una sonrisa que me dolía… pero que también me enseñó a resistir.
Viví con ella un tiempo.
Un tiempo en el que yo estaba perdida, sin norte, sin saber qué hacer con mi vida.
Y su casa —atiborrada de objetos, memorias, y polvo— tampoco tenía espacio para mí.
Dormía en una cama de posición, rodeada de cosas que para ella eran tesoros…
pero para el mundo eran basura.
Si uno limpiaba, ella se enojaba.
Me contaba los minutos en la ducha.
Apagaba la luz del cuarto desde su propio interruptor, aunque yo estuviera estudiando.
Vivir allí fue difícil.
Casi imposible.
Pero me quedé.
Porque la amaba.
Y porque, aunque ella no supiera decirlo, yo sabía que me necesitaba.
Recuerdo sacarle los vellos de la cara y pintarle las uñas de blanco perla o rojo pasión.
Recuerdo su risa, su humor, su drama.
Se moría todos los años… y vivió veinte más.
Decía que no iba a llorarla, porque me la había disfrutado hasta el final.
Y casi fue cierto.
Hasta que se la llevaron.
No me dijeron dónde estaba.
Murió lejos, sin mí.
Y aunque no sé qué sintió ella…
yo sentí abandono.
Sentí que se la arrancaron a la casa que era suya, aunque fuera caótica.
Y eso… todavía me duele.
Pero si algo me enseñó mi bad grandma Gloria, es que una no se muere de tristeza.
Se muere de olvido.
Y mientras yo viva,
ella no se va.
“No me importa que me digas pendejita… si después me miras con esos ojos llenos de amor torpe.”
— Lucía de Fuego
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