Columna IX: El Gongolí y la Peseta

Desde el Balcón de Lucía

“Ser distinta tiene consecuencias.
Y a veces, la libertad… se paga.”

La escuela era privada, el director era familia, y desde kínder ya estaban buscando cómo sacarme.

No encajaba.
No quería dormir a la hora de la siesta.
Terminaba las tareas en cinco minutos y luego me dedicaba a lo que realmente me interesaba: hablar, jugar, explorar.

A veces, cuando la maestra me ignoraba, le pinchaba las nalgas con las puntas del lápiz.
No por maldad.
Por desesperación infantil.
Por ese tipo de rebeldía que nace cuando tu mente va más rápido que el salón.

Una vez, una niña me prestó una peseta en el recreo.
La usé en la tiendita — una galleta, un dulce, ya no recuerdo bien.
Pero al mediodía, vino a cobrar.

No tenía cómo pagarle.
Mi mamá venía más tarde.
Y ella no vino sola… vino con un corillo.

Entre la presión, el miedo, y esa ansiedad que desde entonces me acompaña, vi algo en el suelo.
Un gongolí.
Negro, brillante, enrollado en sí mismo como una posibilidad.

Instintivamente lo tomé.
Y, en un acto de reflejo más que de razón, se lo puse en el bolsillo.

Ella sintió algo redondo. Se asustó.
Cuando el gongolí decidió estirarse, comenzó a treparle por la blusa.

Ella gritó.
Tenía un soplo en el corazón y pánico a los gongolís.
Una combinación… peligrosa.

Lo próximo que supe fue que se la llevaron en ambulancia.
Nunca volvió al colegio.

Y yo me quedé sola, en medio del recreo, con una mezcla de emociones que no sabía nombrar:
gané la pelea, pero perdí algo.
Me sentí confundida.
Rota.

La escuela no se interesó en lo que sentía.
Solo en castigar lo que hice.

Me llevaron a la oficina.
Cuatro paletazos.
Sí, en ese tiempo todavía te pegaban en las escuelas.
Y mi mamá, en vez de sacarme de allí, decidió ponerme un asistente: alguien que me “vigilara” en el salón.

Ahí entendí, quizás por primera vez, que ser distinta tiene consecuencias.
Y que en este mundo, a veces, la libertad… se paga.

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