“La negrura que quisieron ocultar, hoy la llevo como corona.”
— Lucía de Fuego
Desde el balcón de Lucía, recuerdo el sabor profundo de mi abuela Ramona.
A mi abuela le decían india. Nunca negra.
Eso se repetía con insistencia, como si alguien estuviera tratando de borrar algo.
Pero yo la miraba.
Yo la veía.
Y para mí, Ramona era de mi sabor favorito: chocolate.
Profundo, cálido, fuerte.
De ese color que acaricia el alma con solo verlo.
Me decían que era taína.
Que tenía la piel quemada por el sol del campo.
Pero no — yo sabía que su raíz era más ancha.
Tenía la belleza de lo afro y la sabiduría de lo indígena.
Una mezcla sagrada.
Ramona se casó con un hombre blanco, rubio, de ojos verdes.
Y yo… yo nací del eco de esa unión,
de ese mestizaje lleno de historia, tierra y contradicción.
Durante años me pregunté:
¿Por qué tanto empeño en no llamarla negra?
¿Por qué tanto miedo a la palabra?
¿A quién ofendía su verdad?
Yo deseaba parecerme a ella.
Tener su piel, su cabello, su voz de tambor.
Y por un tiempo pensé que había algo malo en mí por eso.
Hasta que entendí que la negación también era herencia.
Pero no una que yo quería.
Porque la negrura de mi abuela era hermosa.
Y era mía.
Aunque la escondieran, aunque la disfrazaran, ella vive en mí —
en mis gestos, en mi fuerza, en mi resistencia.
Abuela Ramona también mascaba tabaco. Siempre estaba escupiendo en una latita o por la ventana, como si cada escupitajo llevara consigo algo más que jugo: el cansancio de una vida, la rabia callada, el peso de la historia.
Y su comida… su comida era sala. No salada. Sala. Con personalidad. Lo más cómico era que, aunque ya estaba sala, ella le echaba sal a cada bocado. “No me sabe a na’,” decía con una naturalidad tan suya, que uno no sabía si reír o seguirle la corriente.
Gracias, abuela Ramona, por caminar conmigo.
Por habitarme.
Hoy te honro.
Y honro esa parte de mí que otros quisieron borrar,
pero que yo he decidido hacer brillar.
—Lucía de Fuego 🖤🔥
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