Desde el balcĂłn de LucĂa
LleguĂ© a Atenas despuĂ©s de un viaje largo y agotador. En el aviĂłn a Madrid, me habĂa tocado sentarme al lado de una mujer obesa que no cabĂa bien en su asiento, y parte de su cuerpo invadĂa el mĂo. No fue fĂĄcil. SoportĂ© horas de incomodidad, con dolor de espalda creciente, aguantĂĄndome porque no habĂa citas disponibles para un masaje ni en el aeropuerto ni en la ciudad. AsĂ comenzĂł mi travesĂa: con el cuerpo adolorido, pero con el alma inquieta, sabiendo que algo importante me esperaba.
Y no me equivoqué.
Atenas me recibiĂł como quien reconoce a una hija perdida. Las piedras, los templos, el viento… todo parecĂa decirme: “TĂș has estado aquĂ antes.” Era como si las columnas milenarias se inclinaran discretamente, como si el sol me abrazara de un modo que solo reconoce a quienes pertenecen. Fue allĂ, sin necesidad de señales espectaculares, donde supe que Atenea respiraba en mĂ. Que yo era, de alguna forma antigua e inevitable, una chispa viva de su fuego, su fuerza, su sabidurĂa. Todos me decĂan que me parecĂa a ella.
“De haberlo sabido antes, me habrĂa escapado a Grecia mucho mĂĄs joven.” Pero las cosas llegan cuando tienen que llegar.
Y como buen mito que se respete, tambiĂ©n apareciĂł Ă©l: un ser de carne perfecta, sonrisa cĂĄlida, mirada de escultor de sueños. No era solo un hombre. Era un dios disfrazado, uno de esos antiguos que aĂșn caminan entre nosotros para probar la fragilidad de la humanidad.
Se presentĂł como un bĂĄlsamo a mi cansancio: llevaba consigo una mesa de masaje, como si el universo mismo hubiera enviado alivio a mi cuerpo adolorido. La tentaciĂłn era doble: el calor de su presencia y la promesa de sanaciĂłn inmediata.
Me tentĂł. Con su calor, con su risa, con su ser. Mi cuerpo âadolorido y cansado, pero todavĂa vibranteâ respondiĂł. Las ganas estaban allĂ, tan naturales como el aire.
Pero entonces, sentĂ las miradas invisibles de las Diosas. SabĂa que me miraban, desde algĂșn rincĂłn del universo, expectantes, listas para enjuiciar cualquier desliz. El eco de su celo resonaba: antiguas, sabias, implacables.
Yo he leĂdo suficiente mitologĂa para conocer esa historia: los dioses tientan y despuĂ©s abandonan a los mortales a su suerte. Y decidĂ: “a mĂ no me cogen en esa trama.” No esta vez. No yo.
GuardĂ© mi deseo, no por represiĂłn, sino por amor propio. No estaba allĂ para ser el entretenimiento de ningĂșn capricho celestial. Yo tambiĂ©n era diosa. Y sabĂa proteger mi propio templo.
En Grecia aprendĂ que ser de carne no me hace menos sagrada. Me hace eterna. Porque elegĂ. Porque supe honrarme.
Y desde entonces, no solo Atenea camina conmigo. Ella es mi voz, mi fuego, mi raĂz.
Leave a comment